Así fue como ómicron desplazó a delta

Por Ronald Rangel Ramírez

Entre la verborrea disonante y soez del alcalde de Cartagena y ómicron, en los últimos días mi discreto intelecto se ha visto aturdido por la andanada de lances que está recibiendo el idioma, incluyendo el desprestigiado concepto de lenguaje inclusivo, que se supone es meter en un género inexistente a las personas que no se identifican ni con el masculino ni el femenino.

Debo confesar que me tomó por sorpresa el nombre de ómicron para referirse a una nueva variante de preocupación del coronavirus, aunque viéndolo en perspectiva la decisión de la OMS de usar esta olvidada letra del alfabeto griego, fue un acierto ya que no me alcanzo a imaginar si a esta peste que nos está azotando sin piedad, la hubieran denominado pi por poner solo un ejemplo de las otras 22 opciones que le quedaban, sacando a beta y delta, ya usadas para simplificar los complejos nombres científicos de las cosas.

Una práctica que (vale decir) no es exclusiva de la Organización Mundial de la Salud, ya que desde hace mucho tiempo los biólogos se le adelantaron y para no entrar en confusiones inútiles, a las plantas y frutas se les ha denominado en nombres en latín, ya que (no nos ofendamos), es mucho más sofisticado decir mangifera indica, para referirse a un fruto tan básico como el mango.

En ese orden de ideas, ómicron resultó un hallazgo para mí y desde hace ya unos días he decidido ir incorporando el alfabeto griego a mis expresiones cotidianas, para que en futuras ocasiones no me coja tan desprevenido.

Se me dispensará la licencia entonces de hacer la lista del mercado con estos milenarios monogramas, entre ellos ómicron, letra felizmente recuperada para el lenguaje universal y que ya ha dejado rezagadas a sus compañeras de alfabeto alfa, beta y hasta delta, que había llegado muy altiva creyéndose la dominante.

En mi caso, ya he asignado letras griegas como sigma, psi, xi, un y mu, a comestibles comunes como el arroz, el aceite, los huevos y las lentejas, no sea que, en algún momento, estos manjares también caigan en transformación lingüística inesperada.

Me he abstenido, por el momento, de usar otras como épsilon, iota, gamma, o sigma, porque tengo la sensación de que estas gozan de mayor renombre y han sido asociadas a asuntos concluyentes como unos rayos “de radiación electromagnética muy penetrante, parecida a los rayos X pero de mayor longitud de onda, que se producen durante la desintegración de los núcleos de elementos radiactivos”.

La letra pi también me suena conocida porque algún día lejano en el tiempo, me enseñaron que equivalía a 3,141592, algo que hasta la fecha de nada me ha servido, pero son datos y se tienen que conocer, así como la letra iota, con la que bautizaron a un feroz huracán que arrasó con la isla de Providencia y que los colombianos recordaremos hasta el último de los días de Duque en el poder.

Pero a ómicron no la tenía en el radar, hasta que apareció con su tos, su fiebre, su dolor de cabeza en todo el cuerpo, su secreción nasal, sus siete días de aislamiento y su dominación absoluta de la vulnerable raza humana. Por eso es tan importante la decisión que he de tomar en mi vida, porque en mi reasignación de nombres comunes en los alimentos domésticos, ómicron ha de ser la variante dominante. Tengo como candidatos, la leche, el queso, el plátano verde, el pollo, el cerdo, pero sin duda la que más ventaja lleva es la carne, que, al igual que ómicron, también está disparada. Espero tu compasiva ayuda. Es un dilema muy serio.

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