La comida es el enemigo

Tranquilamente el pelao llega a la tienda, sudao, feliz, se pide una mogolla, un pedazo de salchichón y un 16 de queso. Abre el pan con las manos todavía sucias del encuentro de bola e trapo que acaba de disputar, acomoda las viandas a manera de emparedado improvisado y se arma de una Pony Malta para no quedarse atorao. La escena se repite una y otra vez y el cachaco Pablo, un santandereano con cara de pocos amigos pero que fía, es feliz porque le vende a ese y a otros ‘mugrositos’ del barrio, adolescentes sanos que juegan en la calle destapada de un barrio cualquiera, de un pueblo o una ciudad cualquiera de la Costa Caribe colombiana. A veces no les alcanza para el salchichón o el queso, pero él anota en la cuenta de la mamá.

Tradicional sancocho de tienda caribeño

Han pasado décadas con una rutina similar, pero años después, un día cualquiera por la tarde, esta vez en otro tiempo, otro planeta, hay otro adolescente que se nota turbado. Está sentado en la zona de ‘coworking’ de un centro comercial ensimismado en su teléfono inteligente. La mamá lo invita muy amablemente a que se coman algo.

–  Mira que ni has desayunado.

– Sabes que estoy haciendo ayuno intermitente.

– Eso no puedo entenderlo, pero es tu decisión- musita la doña un poco confundida, pero decide no atentar contra el desarrollo de la libre personalidad de su hijo, que podría tener a futuro traumas irreversibles ante cualquier medida impositiva que ella adopte como madre. Entonces prefiere ser su amiga.

Se llama Matías, porque su padre es un gran aficionado al fútbol y algún ídolo argentino llevaba ese nombre. Desde hace algunos meses decidió no desayunar más. Mide las horas de sus ingestas (comidas). Desde la última del día anterior hasta la primera del día siguiente deben haber pasado mínimo 16 horas. Entrena en un gimnasio cercano a su casa muy temprano solo tomando agua, para entrar en cetosis y que de esta manera su cuerpo agote sus reservas de glucosa para empezar a tomar la energía de su grasa, de manera tal que su humanidad es músculo puro con diminutos porcentajes de grasa corporal que un nutriólogo le mide cada mes, al tiempo que le controla las ingestas y el número de calorías que debe consumir para no morir.

No es un joven feliz. A sus 16 años reniega que sus padres lo hubieran alimentado con bestias del séptimo infierno como jamones, salchichas, salchichones cerveceros, arroces enteros, pudines festivos con harinas y azúcares añadidas, que sus loncheras infantiles fueran inexistentes y que en el kiosco del colegio le permitieran (es más, lo incentivaran) a que acudiera a venenos como gaseosas, deditos fritos, empanaditas de queso, lácteos, maltas azucaradas, almidones simples que -ahora sabe- se metabolizan como azúcares que elevan sus niveles de insulina haciendo picos altos y bajos que lo hacían tener deseos de comerse un indeseable helado, un espantoso bom bom bum, un demoníaco ponqué Lalo, jugos naturales de frutas licuadas a las que les quitaron la fibra o lo peor de lo peor: pan fresco, caliente, oloroso y humeante, que llevaban doradito y recién horneado hasta la cafetería de la escuela, salpicado con quesito derretido, o con bocadillo, panochas rellenas de melao de coco y miel, mogollitas, croasanes de jamón con queso y demás abominables creaciones solo nacidas para matar a los vivos.

Esos recuerdos lo espantan. Son la principal razón de sus pesadillas y desvelos nocturnos. Solo piensa en lo que pudieron hacer los nitritos presentes en los jamones, le aterroriza saber que alguna vez comió un embutido de desechos de ave llamado salchichón o que pudo haber ingerido queso sin pasteurizar en sopas hirvientes hechas con almidones como el ñame, sofritos de tomates, cebollas, rehogados en aceites vegetales altamente procesados de esos que inflaman y elevan los niveles de colesterol en sangre.

Matías se informa bien. No come nada sin haber detallado la tabla nutricional (así como Sherlock Holmes, lupa en mano) y los ingredientes de cualquier cosa que haya en los supermercados y que sus padres compran. Huye de los enlatados, embutidos, carnes rojas, bebidas envasadas y azucaradas, solo come proteínas saludables como el huevo y…. más huevo cocido, ensaladas de hojas verdes, con vinagretas sin azúcares añadidas, de vez en cuando se permite un carbohidrato simple en su dieta (come arroz integral dos o tres veces al mes) y hace ya varios meses eliminó cualquier cosa brillante de su dieta.

Mira, tú te vas a volver loco, le dice el papá. El joven lo mira con profunda ternura y con un genuinio sentimiento de lástima. Matías sabe que en su juventud, su padre comió buen sancocho de tienda, como le dicen los ‘boomers’ a esas combinaciones estrafalarias y nocivas para la salud que (si no los han matado después de tanto tiempo), algún día los acabarán.

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